martes, 8 de abril de 2008

Metodología para elaboración de un informe

Diócesis de La Guaira
Seminario San Pedro Apóstol
Dirección de Estudios
Psicología General
Antonio Rella Ríos.

Metodología para la entrega de un informe.

1.- Naturaleza del informe.
El informe es una herramienta de recolección de información y al mismo tiempo, una herramienta de evaluación. El fin es proporcionar en un formato sencillo un contenido preciso sin las formalidades de un trabajo escrito. No obstante todo, deben observarse igualmente las normas de redacción, ortografía y metodología.

2.- Estructura del informe.
El informe debe comenzar con el encabezado. En él debe identificarse la institución a la cual se pertenece. Inmediatamente después del encabezado, a la derecha, debe ir el nombre del autor del informe.
Seguidamente, debe escribirse el título del informe, centrado, preferiblemente en negrillas. La distribución del contenido variará según el criterio del que redacta el informe, pero es de desear que cada subtítulo esté perfectamente identificado con el contenido. La numeración de los subtítulos dependerá del criterio del que redacta: puede ser numeración correlativa o con letras. Lo importante es que el criterio sea uniforme.

3.- El formato del informe.
El informe debe realizarse en una hoja tamaño carta, con los siguientes márgenes:
a) Superior: 2 cm.
b) Inferior: 2 cm.
c) Derecho: 2 cm.
d) Izquierdo: 2 cm.
La escritura, si es hecha a computadora, debe hacerse en modelo times new roman, tamaño 12. Cada párrafo debe comenzar con una sangría para que pueda distinguirse. Debe evitarse siempre la introducción de colores a no ser que sea estrictamente necesario.

4.- La citas y las referencias.
Se distinguen dos tipos de citas: las textuales y las referenciales. Las citas textuales indican que el autor ha tomado literalmente un trozo del texto de una obra. En este caso, las palabras exactas van puestas entre comillas. Si no se ha indicado en medio del texto la obra, el autor y la página del libro (cosa que no se hace comúnmente) inmediatamente después de las comillas de cierre, se debe insertar un número que indique a pié de página todos los datos de la cita según el modelo que pondremos de ejemplo.
El ejemplo de una cita textual es el siguiente: “El primer paso para escribir con sentido es proponerse un tema” . Fíjese en la forma como va estructurada la cita: el apellido del autor en mayúsculas, el título de la obra en cursiva (también podría ser en negrillas), la identificación del libro, y finalmente el número de la página en donde se tomó el texto citado.
Para las notas referenciales, el criterio es el siguiente: no se cita textualmente al autor sino una idea. En este caso no se escribe entre comillas sino que la idea forma parte del texto, y, al final de la idea, se inserta un número que indique a pié de página los datos de la obra, precedido de una abreviatura que significa “confróntese”. Esa abreviatura es Cf.

5.- Últimos consejos.
No se olvide de que el informe es una manera de presentar en forma concisa un contenido. Por lo tanto, lo que se aprecia del informe es la concisión, la capacidad de expresar la idea con el número necesario de palabras. Ni más ni menos.
Tampoco olvide que la brevedad no va reñida con la ortografía o la redacción. Al contrario, forma parte integral de ella. Todo esto es para resaltar que no debe descuidarse estos elementos que también forman parte de la evaluación.

sábado, 5 de abril de 2008

El problema de la partición del tiempo

El problema de la partición del tiempo en la historia de la filosofía.
Lic. Antonio Rella Ríos
Profesor del Seminario San Pedro Apóstol
Profesor de la UNESR

1.- El tiempo y la historia.

a) El tiempo.

Sin querer hacer un ensayo exhaustivo, es necesario ir aclarando algunos puntos antes de entrar de lleno en el tema de la partición del tiempo en la historia de la filosofía. Sin duda, el primero de todos es el tiempo.

Sin entrar en tantos detalles, porque el tema lo da, solo haremos una descripción somera. Esa es nuestra intención.

El tiempo es una consecuencia de la naturaleza de las cosas. Filosóficamente es un accidente que inhiere en ellas, pero, no es todo. Es cierto que el tiempo es algo que afectamente realmente a las cosas, en cuanto que, en su existencia, se puede establecer un instante según un antes o un después. Eso que afecta a la cosa concreta también afecta a un conjunto de cosas y a la realidad completa no solo del punto de vista lógico, sino real.

Para ir explicando estos conceptos abstractos, pondremos un ejemplo. En la vida de cada quien, digamos de “X”, podemos establecer diversos momentos según un antes o un después. Se puede establecer en la vida de “X” que: entró a la escuela antes de la pubertad y después de que dejó de tomar tetero. Lo mismo se puede decir, de la familia de “X” que vivió en un sitio determinado antes del nacimiento del hijo mayor y después del nacimiento de “X”. Lo que se ha dicho de “X” y su familia se puede decir de una institución, de un pueblo, de una ciudad, de una nación, de un conjunto de personas, etc.

La descripción que acabamos de hacer es perfecta. Se pueden ubicar acontecimientos según un antes o un después. De hecho, es muy común en el hablar cotidiano, hacer referencias a determinados hechos, sea como argumentación sea como ayuda mnemotécnica.

No obstante la perfección filosófica, ése no es el modo como de ordinario pensamos en el tiempo. Casi en la totalidad de las personas adultas, cuando se le pide que asocie una imagen a la palabra tiempo, la imagen que se evoca es la de un reloj. ¿Ello a qué se deberá?

Ya desde la antigüedad, el tiempo era no solo un accidente que inhiere y afecta las cosas, sino también una medida: una medida de cambio.

El que las cosas tengan un antes o un después es el resultado inevitable del cambio: las cosas cambian y es por eso que en su existencia concreta puede establecerse un inicio y un final, un antes o un después de algo. Ahora bien, si existiera algo que cambiara periódicamente, ¿no podría establecerse ese cambio periódico como una medida para el tiempo? La respuesta, evidentemente, es sí. Esa es la razón por la cual ya las primitivas civilizaciones usaban los periodos lunares y los días como medida de tiempo[1]. Los griegos establecían algunos hechos según las olimpíadas (que se llevaban a cabo cada cuatro años). Los romanos usaron el calendario solar, que fue perfeccionado por el papa Gregorio IX.

Los días fueron divididos inicialmente en horas (prima, tercia, sexta y nona) y vigilias (primera, segunda, tercera y cuarta). Para periodos inferiores, se usaron artefactos específicamente para ello como el reloj de arena.

La adopción de una medida de tiempo es algo convencional: se acepta (de buena gana o no[2]) el hecho de una medida de tiempo para que puedan entenderse todos. Hoy los criterios son: antes y después de Cristo, siglos, años, meses, semanas, días, horas, minutos y segundos. Es por ello que hoy se puede establecer un hecho con esa precisión.

b) La historia.

Sin entrar en una profundización propia de la ciencia, la historia puede entenderse en dos sentidos. Uno, como realidad objetiva, esto es como la realidad que consiste en el conjunto de acciones humanas realizadas sucesivamente en el tiempo y de sus resultados relacionados entre sí. El otro, como la ciencia, esto es el estudio crítico y la narración ordenada de esos acontecimientos[3]. Este estudio crítico consiste en la indagación de la sucesión cronológica, sus relaciones causales, sus afinidades, conexiones, influjos y reacciones encuadrándolos dentro de una totalidad absoluta o relativa, buscando su interpretación, su explicación y su sentido[4].

La historia como ciencia (algunos para no escribir todo esto simplemente la escriben con mayúscula) tiene su método propio y se sirve de diversas disciplinas para construirse. Así, la Historia se sirve de la paleología, de la historiografía, de la grafología, etc.

Aún cuando se puede pensar que se puede hacer historia de todo, lo correcto es afirmar que solo se puede hacer historia del hombre y de lo relacionado con él[5]. Antes de la aparición del hombre sobre la faz de la tierra no se puede hablar de historia.

2.- El problema de la partición del tiempo.

A la hora de hacer la Historia, o de estudiar la historia, el primer problema que se plantea es: ¿Cómo dividir el tiempo?

Seguramente se podría pensar que es un problema de menor importancia o de poca relevancia. La tendencia entre los estudiosos va precisamente en sentido contrario. Hay periodos de tiempo que tienen una uniformidad la cual se ve rota por sucesos de importancia que comporta un cambio serio en el grupo humano, hasta tal punto que gana otra uniformidad.

Esa tendencia a la uniformidad en un determinado periodo de tiempo, los estudiosos lo han llamado “edad”. Este término ya puede sonar conocido. De hecho, para antes de la aparición de la escritura se habla de edades en la que el hombre hizo uso de un determinado material: edad de piedra, de hierro, de bronce. A partir de la aparición de la escritura se habla de la edad antigua, medieval, moderna y contemporánea.

La división de las edades responde a criterios diversos, no siempre uniformes en todos los estudiosos. Algunos siguen más la línea de la homogeneidad, otros de hechos históricos. En la historia de una determinada disciplina relacionada con el hombre se siguen otros criterios, siguiendo elementos de trascendencia de la propia disciplina[6]. Para resumir, la Historia hace la división del tiempo según un criterio, que dependerá de cada estudioso.

3.- La partición de tiempo en la historia de la filosofía.

El estudio de la historia de la filosofía no escapa de ese problema. Aún cuando en los últimos decenios se ha alcanzado unos criterios uniformes, siempre existe alguna discrepancia.

Es ya tradicional que la historia de la filosofía se divide en cuatro edades: antigua, medieval, moderna y contemporánea. Es casi unánime el hecho de aceptar que la edad antigua comienza con Tales de Mileto. La afirmación de “casi unánime” es porque de cuando en cuando sale algún pretendido intelectual gritando que esta afirmación es excluyente y no realista puesto que se deja fuera la filosofía oriental. Afortunadamente no duran mucho: el asunto es que esa “filosofía” ha quedado circunscrita a ese ámbito geográfico durante siglos[7].

¿Cómo dividir una edad de otra? Son diversos los criterios. Algunos se guían por hechos históricos, otros siguen los criterios de la Historia, otros se guían por hechos filosóficos de trascendencia. Por ejemplo, a la hora de dividir la edad antigua de la medieval se pueden seguir criterios diversos que alargarán o acortarán el periodo en cuestión:

1) La aparición del cristianismo.

2) La invasión de los bárbaros.

3) La aparición del monaquismo.

4) San Agustín.

5) La caída del Imperio Romano de Occidente.

6) Otros.

Como puede verse, los criterios son diversos. Cada uno de ellos responde a motivos muy específicos y que ciertamente tienen su relevancia en la historia de la filosofía: no debe olvidarse que la historia de la filosofía va ligada a la historia de la humanidad.

Para finalizar: el criterio es importante para dividir la historia, sin embargo no es lo más importante. Por motivos pedagógicos o de disciplina científica es necesario tener un criterio para dividir el tiempo de tal modo que ofrezca un orden al estudioso. Lo más importante, sin duda, son los hechos que ocurrieron en ese tiempo y cuál fue su influencia en la historia.



[1] Las primeras mediciones del tiempo se hicieron a partir de observaciones astronómicas y durante mucho tiempo el cielo fue el instrumento principal de esa medición. Desde muy temprano en la historia, el ser humano se dio cuenta que podía recurrir a los fenómenos físicos que se repetían de forma periódica y aprovechar su regularidad para construir instrumentos que midieran intervalos de tiempo. El primer "reloj" que estuvo a la disposición del hombre fue sin duda el derivado de la alternancia del día y de la noche, es decir, el día solar. Pero a lo largo de la historia tecnológica aparecieron inventos cada vez más sofisticados que permitieron "observar" lapsos de tiempo, desde los calendarios que registran días, años y siglos, pasando por las clepsidras, velas, cuadrantes y otros instrumentos que miden periodos más cortos, como las horas, minutos y segundos, hasta el reloj de átomos de celsio, cuya precisión se mantiene durante 30, 000 años.

Las clepsidras o relojes de agua datan de la antigüedad egipcia y se usaban especialmente durante la noche, cuando los relojes de sombra no servían. Las primeras clepsidras consistieron en una vasija de barro que contenía agua hasta cierta medida, con un orificio en la base de un tamaño suficiente como para asegurar la salida del líquido a una velocidad determinada y, por lo tanto, en un tiempo fijo. El cuenco estaba marcado con varias rayas que indicaban la hora en las diferentes estaciones del año.

Los relojes de agua también se usaron en los tribunales atenienses para señalar el tiempo asignado a los oradores y cuentan que el filósofo Platón inventó un reloj de agua muy eficiente. Más tarde fueron introducidos a los tribunales de Roma con el mismo objeto, además de usarlos en campañas militares para señalar las guardias nocturnas. El reloj de agua egipcio, más o menos modificado, siguió siendo el instrumento más eficiente para medir el tiempo durante muchos siglos.

En el siglo XI, el funcionario y científico chino Su Song inventó un complejo reloj astronómicos accionados por agua. Aquí vemos un modelo de la rueda de agua que movía dicho invento y un dibujo del mismo. Este reloj, una torre de unos seis metros de altura, funcionaba a partir un depósito de donde fluía un chorro de agua siempre igual sobre las paletas de una rueda. Ésta accionaba diversos mecanismos que hacían aparecer distintas figuras que señalaban las horas (acompañadas de toques de gong y de tambores) y movían una esfera celeste con la representación de estrellas y de constelaciones. De gran precisión para su época, la desviación diaria de este reloj era inferior a los dos minutos.

Los relojes de arena funcionan bajo el mismo concepto físico de las clepsidras, es decir, permiten que la gravedad haga fluir una cantidad establecida de un elemento para determinar distintos lapsos de tiempo. En este tipo de relojes, la arena se encuentra contenida en un recipiente de vidrio (que consiste en dos vasos comunicados) que se voltea cuando termina de pasar el último grano del material. El origen de los relojes de arena es incierto, se cree que los ejércitos romanos los utilizaban durante la noche; también se ha dicho que fueron inventados por un monje francés al final del siglo VIII. En esa época, Carlomagno, el rey de los francos, tenía uno tan grande que sólo tenia que voltearse cada 12 horas. Ciertos relojes de arena que marcaban lapsos de 4 horas se usaron comúnmente durante viajes de navegación para establecer la duración de las jornadas de trabajo dentro del barco.

Este juego de cuatro relojes de arena data de principios del siglo XVIII. Cada uno de los contenedores de vidrio marca duraciones distintas de tiempo: la primera designa 15 minutos, la segunda media hora, la siguiente 45 minutos y la última marca la hora completa.

Los romanos utilizaban "velas del tiempo" que medían el tiempo a partir de marcas con números que se alcanzaban según la vela se consumía al paso de las horas.

El término cuadrante es una alteración de la palabra quadrant y designa el cuarto de círculo donde se lee la altura de un astro por sobre el horizonte. En forma extensiva, esta palabra se aplica a los instrumentos que marcan la hora. Los cuadrantes solares (gnomon, en griego) son relojes de Sol en los que se lee el tiempo según la longitud de la sombra que proyecta el movimiento del astro luminoso sobre una superficie determinada, que generalmente tiene una escala numerada para señalar la hora.

Todas las civilizaciones, desde Egipto hasta China, desde México hasta el Cercano Oriente, conocieron el reloj de Sol. El primer cuadrante solar de tamaño reducido que se conoció, entre los egipcios del siglo XV a. de N. E., era muy sencillo pues consistía en una simple barra que se clavaba perpendicularmente en el suelo, formando una paralela con el eje de la Tierra. La longitud y posición de la sombra proyectada permitía calcular los puntos correspondientes al paso del día a la noche, así como los solsticios. En el suelo que rodeaba la barra se marcaban las horas del día. Los enormes obeliscos también se usaban con el propósito de medir la hora a partir de la sombra que creaban, éstos se usaban como relojes públicos. Se cree que los cuadrantes solares se usaron en Grecia desde el año 500 a. de N.E. y desde el siglo II a. de N.E. el uso del reloj solar o solarium se hizo tan común en todo el imperio romano que fue admitido en la legislación, y todos los negocios particulares eran regulados por las horas marcadas en el cuadrante.

Hubo cuadrantes solares de muchas formas: cuadrantes planos, cúbicos, globos ahuecados, tramos de escalones numerados en los que se proyectaba la sombra de un muro vertical, y cuadrantes portátiles con brújula.

Los cuadrantes con brújula, introducidos en el siglo XV, fueron los primeros relojes de sombra portátiles, que podían llevarse en el bolsillo. La brújula servía para apuntar el cuadrante hacia el norte y el gnomon (un trozo de cuerda o un triángulo plegable) se bajaba o subía, para acomodarlo a la latitud a que se usaba la brújula.

Las civilizaciones más lejanas conocieron los cuadrantes astronómicos, en los que se lee el paso del tiempo -y marca las estaciones- según el movimiento de una estrella en el espacio. Uno de los primeros, que se construyó hacia el año 3100 a. de N. E., se encontró en Newgrave, Gran Bretaña.

El más famoso cuadrante monumental es el de Stonehenge, al sur de Inglaterra, que data de 1900 a. de n. E.. Se cree que este gigantesco círculo de piedras, que constaba de cuatro estructuras principales, cumplía con un propósito sagrado de culto al sol. Para los constructores de Stonehenge, la fiesta principal, que quizá señalara el comienzo del año, era el 24 de junio, día en que el verano llega a la mitad. En la madrugada de ese día, el sumo sacerdote podía situarse en el centro del monumento y, por entre los pilares de los grandes círculos, mirar al Sol naciente precisamente sobre la piedra central. En invierno, cerca del día más corto del año (22 de diciembre), podía mirar en la misma dirección por la tarde, y ver el Sol poniente entre las dos columnatas exteriores. Este sitio, además, tenían piedras alineadas con fases específicas de la luna.

El ritmo de la vida europea estuvo unida por muchos siglos al ciclo de las estaciones, de la agricultura y de los ritos tradicionales gaélicos, celtas o galos. Conforme la Iglesia católica se consolidó como la institución más poderosa de Europa, el control del tiempo -además de las pesas y medidas- cayó bajo su dominio. La Iglesia se convirtió en la gran administradora de los días y los años. El año eclesiástico se dividió en cuatro periodos: de Pascuas a Pentecostés, de Pentecostés a septiembre, de septiembre a la Cuaresma y de aquí hasta Pascuas.

Sin embargo, la verdadera organización del tiempo medieval se originó en la vida monacal. Conventos y monasterios impusieron, poco a poco, su propio horario y calendario en el campo y en las ciudades. El día se dividió en siete horas canónicas. En lugar de contar las horas de una a doce, los monjes incluyeron siete momentos en la jornada: los siete momentos del oficio o siete "instantes" de Dios. Además, dividieron los meses en semanas de siete días, según la tradición hebrea. El domingo, en lugar del sábado, se convirtió en un día reservado completamente al servicio de Dios, y el tiempo destinado habitualmente al trabajo manual lo consagraron a la lectura y a la meditación. Por otra parte, para determinar las diferentes fechas del año, los monjes utilizaron más y más los nombres de los distintos santos y las fiestas de la historia de Cristo. Este sistema se difundió en el conjunto del Occidente cristiano.

A partir de la Alta Edad Media, se dividieron las 24 horas de un día en cuatro partes, cada uno de las cuales equivalía a seis horas. La hora, por su parte, se dividió en cuatro puntos: un punto valía un cuarto de hora. El punto equivalía a diez momentos. El momento valía, por tanto, un minuto y medio, y estaba dividido en doce onzas (cada onza valía siete segundos y medio); la onza se dividía en cuarenta y siete átomos; se consideraba que el átomo era tan pequeño que no podía fraccionarse.

En un día, la transición entre cada cuadrante de seis horas se anunciaba con campanas colocadas en las iglesias. Así, las campanas tocaban un golpe a Prima, es decir, al salir el Sol; dos golpes a la Tercia, entre la salida del Sol y el mediodía; tres golpes a la Sexta, es decir a medio día, etcétera. Este tiempo eclesiástico que se regulaba al sonar de las campanas fue determinante en el desarrollo de la vida cotidiana de la Edad Media. Las campanas marcaban las horas de los rezos y señalaban también el ritmo de trabajo. Indicaban la hora a la que había que levantarse, dirigirse al trabajo, descansar o finalizar la jornada laboral.

A finales del siglo XIII se inauguró en Westiminster Hall, en Londres, el primer reloj mecánico dotado de sonidos metálicos, emulando a las campanas. A partir de entonces, aparecieron grandes relojes mecánicos en las catedrales de ciudades importantes en Inglaterra y algo más tarde en Francia y Alemania. Los nuevos relojes mecánicos estaban accionados por una pesa que pendía de una cuerda. El funcionamiento del reloj estaba regulado por un mecanismo denominado escape. La tracción de la pesa se producía sólo cuando el escape liberaba a intervalos regulares el mecanismo de relojería, con lo que se producía el avance. De este modo, apareció por primera vez el tictac de los relojes.

En el siglo XIII, en el lindero final de la Edad Media, apareció la primera máquina industrial: el reloj. Los relojes primitivos, fabricados por herreros, estaban hechos de acero y sufrían de la expansión y contracción que provocaban los cambios en la temperatura. Eran inexactos en un rango de 15 a 30 minutos al día y tenían que ser ajustados diariamente. Su propósito inicial era hacer sonar las campanas cada hora en las torres de castillos, iglesias o centros de población.

Esta es una reconstrucción del primer reloj astronómico del mundo, fabricado por Giovanni Dondi en Italia en 1364. Es astronómico porque, además de dar la hora, mostraba el tiempo estelar de los movimientos del Sol, la Luna y de cinco planetas.

En el siglo XV se inventaron los relojes de una manecilla para marcar las horas y en 1505 el herrero alemán Peter Henlein consiguió construir relojes mecánicos tan pequeños que podían llevarse en el bolsillo. Estos relojes, que se popularizaron con el nombre de "relojes de saco" se montaban en cajas y en lugar de pesas utilizaban resortes. Se llevaban en una bolsa, sonaban cada hora y funcionan durante unas 40 horas.

Muy pronto, en los hogares acaudalados, aparecieron los primeros relojes decorativos y de antesala, considerados juguetes de gran novedad y muy caros. Poco a poco se estableció la forma convencional de los relojes, se fabricaron modelos para suspenderlos y aquellos de fantasía, que tomaban formas muy diversas: botones de flor, flores abiertas, animales, crucifijos y ¡hasta cabezas de muerto!

La primera revolución relojera se dio en el siglo XVII, cuando el científico holandés Christiaan Huygens inventó el reloj de péndulo, alcanzando una exactitud similar a la de los relojes de sol. El péndulo de Huygens funcionaba movido principalmente por las fuerzas de la gravedad y sus relojes fueron los primeros cronómetros capaces de contar los segundos. La idea de emplear el péndulo para su aplicación al reloj la había formulado en 1636 Galileo Galilei pero, viejo y ciego, no la pudo llevar a la práctica.

También por entonces apareció la manecilla de los minutos y un sistema que permitía que cada hora sonara una campanilla. Muchos tenían, además, salientes en la carátula para leer la hora en la oscuridad. Durante el último tercio del siglo XVII la novedad fueron los relojes de bolsa llamados "cebollas", que se perfeccionaron gracias al invento del muelle-espiral. En esta época la moda masculina indicaba el uso de un reloj unido a una cadena y luego dentro del bolsillo del chaleco. Las mujeres los llevan en la cintura con frecuencia, colgando de un listón o una cadenilla. Los relojes eran muy caros y se vendían como objetos de lujo en las joyerías y perfumerías. El tiempo pertenecía todavía a las clases ricas, granjeros y comerciantes, quienes lo seguían imponiendo a los demás por medio de las campanas.

En 1721, George Graham logró compensar los cambios de temperatura que hacían variar la velocidad de las péndolas de acero. Su reloj tenía una, aislada de la temperatura por medio de una ampolleta de mercurio, que variaba apenas un segundo al día.

En 1802, un relojero francés, Ferninand Berthoud, escribió: "Con el uso de los relojes, los hombres pueden emplear todos los momentos necesarios en los trabajos de la vida civil. El hombre arregla, mediante ellos, la hora del trabajo y la del reposo, la de su comida y de su sueño. Y, por esta afortunada distribución del tiempo, la sociedad misma camina como el reloj, y forma, cuando está bien organizada, una especie de engranaje cuyos movimientos sucesivos son los trabajos de todos los miembros que la constituyen".

En el primer reloj eléctrico, que se inventó en el siglo XIX, el péndulo no se movía gracias a la acción de la fuerza de la gravedad sobre una pesa, sino mediante un electroimán alimentado por una batería. En 1914 el norteamericano Henry Ellis Warren accionó un reloj mediante un dispositivo electromotor y gracias a esto inventó los primeros relojes eléctricos fiables. Sin embargo, los relojes más precisos creados hasta la fecha son los relojes atómicos, que desde 1948 comenzaron a utilizarse en campos como la aviación y las armas nucleares.

Se dice que el primer reloj de pulsera se creó por encargo de la reina de Nápoles, en 1812. Y aunque fue una mujer quien promovió su creación, en los primeros años de su historia, los relojes de pulsera tuvieron mayor popularidad entre los hombres. En el siglo XX, la Primera Guerra Mundial impulsó su uso cuando los oficiales del ejército se vieron obligados a utilizarlos. Una década más tarde, en 1929, el relojero estadounidense Warren Albin Marrisson inventó el reloj de cuarzo, con una imprecisión de entre 30 y 0,3 segundos por año. Para crearlo, empleó cristales de cuarzo, cuyas vibraciones se transforman en una corriente de frecuencia adecuada que sirve para accionar un pequeño motor sincrónico. Los relojes de cuarzo se siguen utilizando.

En 1957 aparecieron los relojes de pulsera eléctricos. El primer reloj de pulsera eléctrico del mundo fue el Hamilton Electric. Dichos relojes se alimentan gracias al empleo de pequeñas pilas y funcionan mediante diminutos dispositivos que hacen avanzar el segundero a saltos, mientras que las manecillas correspondientes a las horas y los minutos se mueven, con mayor lentitud, accionadas por un engranaje convencional.

En el año de 1967, para evitar imprecisiones en la medida del tiempo, se eligió un nuevo patrón base a la frecuencia de vibración atómica (un fenómeno extremadamente regular y fácilmente reproducible) para la definición de la unidad de tiempo físico. Según ello, un segundo físico corresponde a 9.192.631.770 ciclos de la radiación asociada a una particular transición del átomo de celsio. La precisión alcanzada con este reloj atómico es tan elevada que admite únicamente un error de un segundo en 30,000 años. A pesar de ello, actualmente se estudian nuevos relojes basados en las características del hidrógeno que permitirán alcanzar todavía mayor precisión (del orden de un segundo en tres millones de años).

[2] En la historia ha habido algunos intentos de crear calendarios diversos. Con la revolución francesa, los revolucionarios crearon un calendario nuevo y una nueva numeración de los años. Ese intento murió relativamente rápido aunque sus secuelas permanecen: de allí la conocida numeración de los documentos oficiales de algunos gobiernos (180 años de la independencia 160 de la Federación, por ejemplo). Durante siglos, el Imperio Ruso no aceptó la reforma del Calendario Gregoriano y siguieron con el Juliano. A mediados del siglo pasado se insistió muchísimo para reformar el calendario y hacerlo con otra división de tiempo: eliminar la semana de siete días y hacerla de diez y reconfigurar los meses pasando de 12 a 10. Gracias a Dios este intento no halló acogida.

[3] Cfr. FRAILE, G, Historia de la filosofía I, BAC, 1997, p. 60

[4] Cfr. Ibíd. p. 76

[5] Es por ello que se puede hablar de la historia de la filosofía, de la medicina, de las letras, la música y las bellas artes.

[6] Por ejemplo, piénsese en la historia del cine. Se dice que existe la edad del cine mudo, del cine sonoro, del cine a color. Al mismo tiempo, algunos estudiosos del cine, en edades más recientes, hablan de un antes y un después de las Guerras de la Galaxias, o de un antes o un después de Terminator.

[7] La llamada filosofía oriental tiene unas características muy diferentes a la occidental, a tal punto que propiamente no debería ser llamada “filosofía”. Una visión del mundo o una manera peculiar de significar no siempre son indicios de una filosofía. por otra parte, esa filosofía no ha variado con el paso del tiempo, antes bien ha recibido influjos de la occidental. Finalmente, no se puede dejar de lado el hecho de que ella permaneció prácticamente ignorada por un problema simple: en el occidente se usan grafemas, en el oriente se usan ideogramas. Solo el paso del tiempo y el intercambio de idiomas ha permitido que pueda conocerse, y el resultado sigue siendo el mismo: ha permanecido invariado con los siglos. Hoy parte de la población occidental mira con fascinación el modo de pensar oriental, sin embargo ello no es a nivel de pensamiento filosófico.